¿No estoy aquí que soy tu Madre? parte II

Por: Card. Norberto Rivera

14 / Feb / 2012

Esa fe eNorberto Riveras un don, un don que no está en mi mano otorgar a nadie, sino sólo pedirlo al Padre de las Luces, como lo pido de corazón para todos mis hermanos. Lo que puedo hacer, y hago ahora con fraternal esperanza, es compartir mis razones con todo el que desee escucharme, aunque reconociendo que la diáfana claridad con que las vemos los creyentes es también un don que nos proporciona esa misma fe. Y mis razones son las normales, las usuales de nuestra seguridad de que realmente sucedió un evento pretérito, es decir: la tradición, los documentos, los hechos que tachonan y constituyen nuestra Historia. Quien se compenetra, con la profundidad que ya se ha hecho, de esa historia nuestra, no puede menos de preguntarse: ¿Cómo podríamos existir nosotros si su amor de Madre no hubiera reconciliado y unido el antagonismo de nuestros padres españoles e indios? ¿Cómo hubieran podido nuestros ancestros indios aceptar a Cristo, si Ella no les hubiera complementado lo que les predicaban los misioneros, explicándoles en forma magistralmente adaptada a su mente y cultura, que Ella, "la Madre de su verdaderísimo Dios por Quien se vive, del Creador de las Personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra" (.- Ibidem, v. 33.), era también "la perfecta Virgen, la amable, maravillosa Madre de Nuestro Salvador, Nuestro Señor Jesucristo?" (.- Ibidem, v. 75.). Esos testimonios, están ahora reforzados mejor que nunca, puesto que, durante años, muchos de los mejores talentos de la Iglesia, severos profesionales de la   Tierra" (.- Ibidem, v. 33.), era también "la perfecta Virgen, la amable, maravillosa Madre de Nuestro Salvador, Nuestro Señor Jesucristo?" (.- Ibidem, v. 75.). Esos testimonios, están ahora reforzados mejor que nunca, puesto que, durante años, muchos de los mejores talentos de la Iglesia, severos profesionales de la Historia y de la Teología, los examinaron, discutieron, juzgaron y aprobaron con motivo del Proceso de Canonización de Juan Diego, y porque, en base a eso, el Santo Padre en persona lo refrendó. Y este Proceso no sólo vino a confirmarnos lo que ya sabíamos, sino nos aportó nuevos y sorprendentes datos que empezamos apenas a conocer.

Estos conocimientos, tan novedosos algunos que están todavía muy poco difundidos, aun entre nosotros los sacerdotes mexicanos, no son exclusividad esotérica de pocos iniciados; están a disposición de todo el que se aboque al esfuerzo de estudiarlos. Si alguien se acreditara como serio investigador, y deseara examinar directamente en Roma todo el voluminoso expediente, puede contar con mi recomendación; pero no hace ninguna falta: Ya, con este motivo, han ido saliendo de la imprenta varios libros, que están al alcance de todos y que no temo recomendar como serios y sólidos, que resumen y difunden lo que se hizo, cómo se hizo y lo mucho valioso e inesperado que se descubrió. En nuestra Universidad Pontificia, de la que me cabe el honor y la responsabilidad de ser Vice Gran Canciller, se imparte un curso anual sobre este tema, al que es bienvenido todo aquel que esté genuinamente interesado.

En papel aparte cuidaré de que se les amplíen estos datos, pero ruego me sea permitido dejarles consignado esto mismo que aquí he expuesto, repitiéndolo en la forma que mi corazón de mexicano, de hijo, de hermano, de padre Arzobispo sucesor de Zumárraga, más vivamente siente que puede entregarles todo cuanto soy y deseo compartirles: mis sentimientos, mis convicciones, mis razones, mis anhelos... en una palabra: mi plegaria con todos Ustedes y por todos Ustedes a nuestra Madre Santísima:

"¡Dueña mía, Señora, Reina, Dueña de mi corazón, mi Virgencita!" (.- Nican Mopohua, v. 50.) Yo, "tu pobre macehual... cola y ala, mecapal y parihuela" (.- Ibidem, v. 55.), pero a quien tu misericordia confió el cuidado de tu bendita Imagen y el gobierno de esta porción tan amada de tus hijos, vengo "para hacerte saber, Muchachita mía, que está muy grave tu amado pueblo, una   gran pena se le ha asentado" (.- Ibidem, vv. 111-12.); que entre las muchas crisis con las que el amor de tu Hijo divino desea purificarnos, se ha inquietado ahora porque ha creído oír que quizá tu Aparición no fue real, que quizá no sea verdadera tu presencia milagrosa entre nosotros, que quizá no existió tu elegido, Juan Diego, por quien quisiste llegar a nosotros los moradores de estas tierras.

No vengo, sin embargo, Señora y Niña mía, a quejarme de nada ni de nadie. Muy al contrario, vengo a agradecerte, en nombre de mis hermanos y mío, este maravilloso favor que nos otorgas de poder clamar con todo el vigor de nuestro corazón de hijos, que no sólo creemos en Ti y te veneramos como Madre de Dios y nuestra, sino como Reina y Madre de nuestra Patria mestiza; que por supuesto que es real que Tú viniste a este suelo tuyo para "ser en verdad nuestra Madre compasiva, nuestra y de todos los que en esta tierra estamos en uno, y de las demás variadas estirpes de hombres, los que te amamos, los que te buscamos, los que tenemos el privilegio de confiar en ti..." (.- Ibidem, vv. 29-31.).

Permite, pues, mi Muchachita, mi Virgencita bienamada, que a través de mi boca resuene la voz de todo mi Pueblo, dándote mil gracias por ser todo lo que eres. Permite que me escuchen todos mis hermanos, que resuenen nuestras nieves y montañas, nuestras selvas y bosques, lagos y desiertos con el eco de mi palabra, proclamando que Yo, tu pobre macehual pero también custodio de tu Imagen y por ello portavoz de tus hijos todos, creo, he creído desde que tu Amor me dio el ser a través del de mis padres, y, con tu misericordia espero defender y creer hasta mi muerte en tus Apariciones en este monte bendito, tu Tepeyac, que ahora has querido poner bajo mi custodia espiritual; que, junto con mis hermanos, las creo, las amo y las proclamo tan reales y presentes como los peñascos de nuestros montes, como la vastedad de nuestros mares, más aún, mucho más que ellos, pues "ellos pasarán, pero tus palabras de Amor no pasarán jamás" (.- Mc. 13, 31; Luc. 21, 33, Mat. 24, 35.).

Esta proclamación que te agradezco me concedas hacerte, no es un favor que te hago, es un don tuyo, pues "nadie puede siquiera llamar a tu Hijo ¡Señor! si no es por el Espíritu Santo" (.- Cor. 12, 3.), y por ello, ¡Mil Gracias, Madre amadísima e Hijita nuestra la más pequeña!; Gracias por este privilegio de poder creer!;

¡Gracias porque esta fe que nos regalas puede ser al mismo tiempo ciega e ilustrada! ¡Gracias por habernos dado tantas pruebas de tu venida a nuestro Tepeyac, y porque ninguna de ellas sea tan evidente que nos despoje del poder tributarte esa fe filial nuestra (.- Cfr. Jn. 20, 29.); pero gracias también de que sí podamos ver tu imagen amadísima! "¡Sabemos a Quién hemos creído!" (.- 2 Tim., 1, 12.). "¡Le hemos creído al Amor... al Amor que nos amó primero!" ( .- 1 Jn., 4, 16; 4, 10.);

¡Gracias por Juan Diego, a quien nos honramos en reconocer, como a tu antepasado Abraham, por "nuestro verdadero padre en la Fe"; ¡Gracias por la fe de él, que deseamos hacer siempre nuestra, tan grande que Tú lo proclamaste "tu embajador, en quien absolutamente depositaste tu confianza" (.- Nican Mopohua, v. 139.)!

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