Para vencer la muerte
Por: P. Alejandro Ortega, LC.
09 / Jun / 2013
Jesús ante la muerte
Una viuda sale de Naím. La acompaña una gran multitud. El cadáver de su único hijo va en un ataúd. Lo llevan a enterrar. Sincronizando bien su llegada –como hace Dios tan a menudo en nuestra vida– Jesús entra en Naím, seguido también de una muchedumbre. Las dos procesiones se topan. Una simboliza la vida; la otra, la muerte. El que es la Vida vence; y el joven resucita. De hecho, según los Evangelios, Jesús resucitaría a dos personas más: la hija de Jairo (Lc 8, 49 – 55) y Lázaro de Betania (Jn 11, 1 – 44). Las tres victorias, sin embargo, serían sólo provisionales. Los tres resucitados morirían más tarde. Sólo Jesús, con su resurrección –del todo inédita–vencería definitivamente a la muerte.
El drama de la muerte
No hay drama de más envergadura que la muerte. Ella es «el máximo enigma de la vida», afirma el Concilio Vaticano II. Pero lo hace con esperanza: «Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado» (GS 18). Los cristianos tenemos esta convicción. Pero no por eso deja de ser trágica la muerte. Al perder un ser querido, todos sentimos que el mundo nos queda más frío y vacío. Ahora bien, la muerte toca cotidianamente nuestra vida. Ella nos arranca un mordisco de existencia cada día. «El hombre, con todo su poder y su orgullo, termina agachándose para entrar en la enfermedad o la vejez y encogiéndose más aún para entrar en el ataúd» (Martín Descalzo). Pero más que el declive biológico, preocupa el del corazón. El drama entre la vida o la muerte se juega sobre todo ahí. Solía decir Juan Pablo II: «Cada uno tiene la edad de su corazón». Desde esta óptica, habría que temer tres maneras de morir en vida: la dureza, la superficialidad y la tristeza.
Dureza
Un signo evidente de la muerte es el enfriamiento y endurecimiento del cadáver. Los forenses lo llaman, con una expresión latina, «rigor mortis». Así es también la primera forma de morir en vida: se enfría y endurece el corazón; se pierde calidez, cordialidad y empatía; el rostro se torna adusto, serio, inexpresivo; y la actitud, impaciente, intolerante, crítica e inflexible.
Superficialidad
La segunda forma de morir en vida es la superficialidad. Se vive, quizá, intensamente, pero sin profundidad. A una vida así le encaja bien la descripción de Enrique Rojas sobre el hombre light: un sujeto trivial, ligero, frívolo, que acepta todo, pero carece de criterios sólidos. La superficialidad propicia la presencia de parásitos en el corazón: materialismo, hedonismo, relativismo, consumismo y permisivismo. Los parásitos roban energía, ilusión y densidad existencial. Quien no sufre la sana tensión de los grandes retos, ideales y proyectos, más que vivir, es vivido por la vida.
Tristeza
La tercera forma de morir en vida es abandonarse a la tristeza. Obviamente, ninguna vida está libre de tristezas. Después de todo, esta vida es un «valle de lágrimas», como reza la Salve. Pero Jesús nos dice a todos, como dijo a muchos en el Evangelio: «No llores». Jesús es «anti-tristeza». Él vino a devolverle al mundo la alegría original. La que existía antes del pecado y de la muerte. No nos libra de los dolores y las penas propias de esta vida, pero nos muestra el camino de la esperanza, del significado, del sentido, y así abre el espacio a la alegría, aun en medio del dolor.
La muerte nunca tiene la última palabra
De este modo, la muerte nunca tiene la última palabra. Por más que los existencialistas vieran la inexorable perspectiva de la muerte como causa de angustia –Martin Heidegger– y de náusea –Jean Paul Sartre– la muerte, en cualquiera de sus formas, es una oportunidad para que se manifieste de nuevo el poder y el significado de la vida. Como bien dijo el gran estadista checo Vaclav Havel, «sin la condición de la muerte no existiría nada parecido al sentido de la vida, y la vida humana no tendría nada de humano».
Volver a vivir
Ninguno de nosotros quiere vivir muerto; todos queremos una vida viva. Pues bien, el encuentro con Jesús nos da una vida así. Él no sólo está vivo; Él es «la Vida». Por eso se detiene a nuestro lado cuando sentimos y reconocemos que la muerte –en cualquiera de sus formas – invade nuestra vida, y nos manda con amorosa autoridad: «A ti te lo digo: ¡Levántate!».No sólo. Él nos participa, en cierto modo, su poder sobre la muerte. Todos tenemos, en alguna medida, la sublime capacidad de resucitar muertos. Cuando logramos sacar a alguien de su endurecimiento y frialdad, de su superficialidad y tristeza, estamos, en verdad, resucitando a un muerto.
María y la Palabra
No dudo que a Jesús le conmovieron profundamente las lágrimas de la viuda de Naím. Vio en Ella, quizá, la figura anticipada de otra mujer, para entonces también viuda, que llevaría a enterrar a su único Hijo: María, su Madre. Pero también a Ella, como a la viuda de Naím, Jesús resucitado le diría más tarde: «No llores: aquí estoy, vivo para siempre». María nos alcance a todos la profunda certeza y alegría de que la Vida siempre vencerá toda forma de muerte.